La escena ya es recurrente en películas y series televisivas norteamericanas y europeas: personas en un restaurant, o en un puesto de calle, pidiéndole a empleados de rasgos exóticos, y fuerte acento extranjero, platos con nombres tan particulares como tacos, pupusas, empanadas o arepas. La comida tradicional latinoamericana ya forma parte del imaginario gastronómico global, al lado de la pizza, la hamburguesa o el kebab.
Comer, además de ser una actividad imprescindible para todo ser vivo, se ha ido convirtiendo, en el caso de los humanos, en un hecho cultural. De alimentarse con las plantas que podía recolectar, o los animales que podía cazar, a la sofisticación que podemos ver no sólo en los grandes restaurantes, sino incluso en nuestras propias casas, el tema gastronómico ha sido un viaje apasionante a través del tiempo. Y la globalización ha permitido que a nuestra mesa lleguen preparaciones originadas en los más diversos lugares del mundo.
Cada cultura se desarrolló, gastronómicamente hablando, alrededor de los productos más asequibles, los que se daban de manera silvestre en su entorno, y garantizaban el aporte calórico necesario para que la vida fuese sustentable. Por eso se habla de civilizaciones del maíz para referirse a los tres grandes epicentros culturales de la América hispanohablante: el azteca, el maya y el inca. Tanto es así que en el libro sagrado de los mayas, el Popol Vuh, los primeros hombres funcionales, luego de intentos fallidos con barro y madera, son hechos a partir del maíz. Así como el trigo es el cereal primordial para los países de climas fríos, en la zona tórrida el maíz es la base de innumerables preparaciones. Desde México hasta Perú, cada país tiene sus propias interpretaciones de la comida que puede elaborarse a partir del grano de la mazorca, que tiene múltiples variedades (tan sólo en México se distinguen tantas como 64, que varían en forma de la mazorca y color de las semillas). Con ingredientes tan básicos como agua, maíz hervido y luego molido y, eventualmente, sal, las diferentes civilizaciones que se asentaron en las regiones tropicales de América Latina desarrollaron una amplia gama de platos, cada uno con el carácter típico de su región.
En Venezuela, la muestra principal y emblemática del uso del maíz en la gastronomía es la arepa, cuya paternidad se disputa con Colombia. La arepa es, para los venezolanos, el equivalente al pan para otras culturas. Es la base del desayuno por excelencia, con una amplia variedad de rellenos; sin embargo, no se extraña como acompañamiento, tanto en el almuerzo como en la cena. Incluso, en los restaurantes de carnes, se impuso como entrada, en un formato mínimo, casi de bocado, acompañada tan solo por mantequilla o crema agria. Lo cierto es que la arepa es consustancial al venezolano, el alimento que marca su identidad más que cualquier otro. Su origen, como el de la mayoría de las preparaciones culinarias del nuevo mundo, es incierto; la referencia más antigua, tanto del vocablo como del plato en sí, data del siglo XVI, y la proporciona el italiano, natural de Florencia, Galeotto Cei , en su «Viaje y descripción de las Indias (1539-1553)»:
“Hacen otra suerte de pan con el maíz a modo de tortillas, de un dedo de grueso, redondas y grandes como un plato a la francesa, o poco más o menos, y las ponen a cocer en una tortera sobre el fuego, untándola con grasa para que no se peguen, volteándolas hasta que estén cocidas por ambos lados y a esta clase llaman areppas y algunos fecteguas”.
Ahora bien, la elaboración clásica de la arepa conlleva una cantidad de labor nada despreciable, que pasa por eliminar la cáscara de los granos de maíz, ponerlos a hervir, y luego molerlos. Era tanto el trabajo, que en la Caracas colonial y post independentista se convirtió en una industria artesanal, que les garantizaba a las amas de casa la cantidad necesaria de arepas para el consumo de su hogar, a primera hora de la mañana, o en su defecto la masa cruda ya procesada para que la cocción ocurriese en casa. Todo eso cambió en los años cincuenta, cuando un ingeniero venezolano, llamado Luis Caballero Mejías, inventó un proceso para convertir el maíz en harina precocida, lo que redundó en la eliminación de los pasos más engorrosos para la elaboración del alimento. Eso fue una auténtica revolución, pues a partir de ese momento la hechura de la arepa en casa se volvió extremadamente fácil, asequible para cualquiera. Posteriormente, el empresario Lorenzo Mendoza Fleury le compraría la patente del producto a Caballero Mejías, comercializándolo con el nombre que se convirtió en sinónimo de harina precocida de maíz, en Venezuela, y en la base de su emporio económico: la célebre Harina P.A.N. (acrónimo de Productos Alimenticios Nacionales).
La arepa, no conforme con ser el alimento rey en Venezuela y Colombia, siguió el camino antes recorrido por sus parientes aztecas: tacos, enchiladas, tamales y demás variaciones propias de la gastronomía de calle mexicana, y se está labrando un nombre tanto en Norte América como en Europa. Cada vez son más los locales alrededor del mundo que ostentan ese condumio en la oferta de sus menús, a veces como solitario protagonista. Dada su versatilidad, se ofrece casada con los más variados ingredientes imaginables, muchas veces propios de la zona, dando lugar a maridajes insólitos pero excelentes. La creatividad de los cocineros que se especializan en ese rubro es vasta, y presentan arepas coloreadas con productos naturales, tales como remolacha o espinaca, lo que constituye un espectáculo visual que precede y alienta al gustativo. Claro que estos emprendedores gastronómicos cuentan con una gran aliada, que es precisamente la materia prima indispensable para la elaboración de la arepa: la harina de maíz precocida, que se comercializa ampliamente alrededor del mundo. Así que hoy en día cualquiera puede reproducir en su propia casa la experiencia de elaborar el pan primigenio de las zonas tropicales americanas, si es que no prefiere consumirlas en alguna arepera, como se denominan habitualmente los restaurantes que se especializan en ese rubro.